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- Geopolíticas imperiales: el Cuerno de África
12/4/17
No es azaroso, por consecuencia, que para Occidente los
espacios-tiempos de mayor diversidad natural sean, asimismo, ejemplos
arquetípicos de lo que significa ser un Estado
fallido: Estados-nacionales que, de acuerdo con los ideólogos de la métrica
axial occidental, proveen un especio de inigualable fertilidad para la
proliferación de grupos terroristas, de redes dedicadas al crimen organizado
internacional y de una vastedad de amenazas a la paz y la estabilidad de
continentes enteros. Así pues, si bien es cierto que la importancia geopolítica
y geoestratégica de una porción territorial se encuentra determinada por su
funcionalidad para mantener la acumulación de capital en los centros
neurálgicos de la economía-mundo, también lo es que esas porciones lo mismo se
encuentran en la más remota y aislada comunidad indígena en América Latina que
en la amplitud de los márgenes político-administrativos de una entidad estatal
en el sudeste asiático.
Por supuesto,
dentro de la lógica y el discurso occidentales, las razones de ser y las
causalidades que originan a cualquier estado fallido, alrededor del mundo, siempre
son tautológicas, autorreferenciadas en el sentido de que tanto unas como otras
se validan por remitir a la misma serie de juicios de valor, al mismo conjunto
de operaciones explicaciones causales que hacen del tercermundismo, del
subdesarrollo, de la barbarie y el atraso las fuentes últimas de toda desgracia
que ocurra dentro de las fronteras del Estado en cuestión.
En este sentido, un Estado fallido lo es debido a
que sus instituciones públicas son débiles, a que sus instrumentos de
participación política son insuficientes, poco actuales y viciados de origen; a
que la construcción de ciudadanía aún se encuentra en ciernes, a que carece de
una clase política profesional que se encargue de dirigir al país, a que la
barbarie de su pasado colonial aún no es superada por la modernidad y el
progreso y, sobre todo, a que el modo de producción, en su conjunto, aún no se
encuentra organizado de la manera en que lo está en países como Estados Unidos,
el Reino Unido, Alemania, Francia, etcétera. Por eso un Estado fallido siempre
es producto de sí mismo, de su resistencia a civilizarse y modernizarse.
Fuera de foco queda, en tales explicaciones, el
valor geopolítico con el que se reviste a cada territorio. Y más aún, cuando el
espacio-tiempo del mismo es, por su posición en el globo terráqueo, disputado
por diversos Estados-nacionales, grupos empresariales, comunidades autóctonas y
estratos sociales. Tal es el caso de aquellos espacios de los cuales se extraen
diversas materias primas estratégicas para sostener el patrón de producción y
consumo globales: los minerales estratégicos, por ejemplo; denominados así por
el grueso de las economías centrales debido a que de su obtención depende el
funcionamiento de grandes porciones de una o varias industrias, aunque de
manera primordial aquellas relacionadas con la informática y el desarrollo de
tecnologías de punta. Pero no sólo, pues lo estratégico de cada recurso natural
deviene de su importancia tanto para la satisfacción de las necesidades de una
población determinada cuanto para la exponenciación del lucro obtenido por su
comercialización.
África, por lo anterior, es un continente en
permanente disputa por los grandes capitales y complejos estatales, científicos
y militares de todo el mundo: su masa territorial concentra alrededor del 81%
de las reservas de cromo globales; pero también, y en la misma escala
planetaria, alberga más del 50% de los yacimientos de cobalto, 52% de las
reservas de manganeso y 13% de las de titanio: todos, materiales de vital
importancia para la producción de gran maquinaria, en general; pero para el
continuo desarrollo de aleaciones metálicas imprescindibles para las industrias
de las telecomunicaciones, aeroespacial y militar, en particular.
Estados Unidos, por ejemplo, de un listado de
sesenta elementos indexados, tanto por los Departamentos del Interior y de
Seguridad Nacional como por la Oficina de Evaluación Tecnológica del Congreso,
como minerales estratégicos para el mantenimiento de la hegemonía
estadounidense en el mundo, depende en más del 60% de sus importaciones de
treinta y nueve elementos —de los cuales, veintitrés se encuentran en el rango
de 90% a 100% de dependencia del exterior. A ello se suman las reservas de oro
y diamantes, las forestales, las acuíferas y, por supuesto, las concernientes a
la enorme diversidad de especies animales y vegetales de las cuales dependen
los complejos farmacéuticos.
Ahora bien, si se entiende que la operación de los
servidores que permiten el funcionamiento del internet dependen del cobalto,
que la producción de smartphones lo
hace del litio y del cobre, que la industria eléctrica y la automotriz lo hacen
del cromo, del titanio y el aluminio; que la síntesis de vacunas y nuevos medicamentos
para viejas y nuevas enfermedades lo hace de los químicos presentes en diferentes
especies de flora y fauna, etc., se comprende, también, que son imprescindibles,
por un lado, la participación del capital privado en las cadenas de producción
y suministro de las materias primas y sus derivados; y por el otro, el
aseguramiento, tanto presente como futuro, de los espacios en los que se
encuentran los recursos naturales, de la actividad empresarial, y de las rutas
por las cuales transitan esas mercancías.
De aquí que el número de actores, de poderes,
locales, nacionales y extranjeros en confrontación en un espacio-tiempo de
vastos recursos naturales sea un factor definitivo en la comprensión de los
porqués de los Estados fallidos. Porque contrario a las posiciones mainstream en torno del tema, lo fallido
de cualquier Estado no es una condición dada en los genes de los individuos que
conforman su sociedad. Más bien, lo que se encuentra en juego en cada uno de
esos Estados es la posibilidad de que unos u otros poderes controlen la
actividad productivo/consuntiva que se deriva de los recursos naturales
albergados en el territorio, de la posición de tránsito del mismo, o de ambos.
Tal es el caso de Somalia, en África, un país
localizado en el Cuerno de aquella masa continental que, sin importar el índice
—cuantitativo o axial— al que se recurra, siempre se coloca dentro de las
últimas diez posiciones del total de la muestra abarcada: ya sea en sus niveles
de corrupción, de violencia, de empobrecimiento, de alimentación y salud, de educación,
de ingresos monetarios, etcétera.
El caso de Somalia, lejos de representar una
excepción a la regla dentro de los mecanismos que las grandes economías
occidentales emplean para fabricar Estados fallidos, significa un caso paradigmático
que ejemplifica la enorme cantidad de intereses en juego y la violencia tan
avasalladora que se emplea para asegurar esos mismos intereses. En primera
instancia, al margen de las reservas de recursos biológicos y otros minerales
estratégicos con las que cuenta el país, Somalia alberga enormes yacimientos de
gas y petróleo que colocan a su territorio como una de las principales fuentes
de energía tanto para Europa como para Asia, después de todo, África, en
términos de extraxctivismo, funciona para esas dos masas continentales a la
manera en que América Latina lo hace para Estados Unidos.
En segundo lugar, su posición geográfica es
estratégica para mantener las rutas comerciales marítimas que conectan a Asia y
a Europa por el océano Índico: tanto, que sólo otros siete puntos alrededor del
mundo gozan de la misma condición que este país. En efecto, colindando al Norte
con el Golfo de Adén, Somalia es uno de los tres territorios — junto con Yibuti
y Yemen— de los cuales depende que el oil
transit chokepoint de Bab el-Mandeb permanezca abierto al tráfico comercial
que rodea a la península arábiga y que conecta al sudeste asiático con el mar
Mediterráneo.
Esa posición no es nada despreciable en términos
geopolíticos: únicamente por concepto de tráfico petrolero, por el estrecho de
el-Mandeb se mueven 3.8 millones de barriles diarios y transitan entre doscientos
y trescientos millones de toneladas del hidrocarburo. Nada más los estrechos de
Malaca, entre Indonesia y Malasia, y de Ormuz, entre los golfos Pérsico y de
Omán, mueven mayores cantidades de energéticos de las que se mueven por las
costas somalíes. De aquí que cualquier alteración en los flujos comerciales de
las rutas que atraviesan el estrecho hacia o desde el canal de Suez implique la
posibilidad de cortar el abastecimiento de energéticos a ambos lados del océano
Índico, pero también, el encarecimiento de los costes de transportación, toda
vez que sería necesario rodear al África o trasladar las mercancías por las
conflictivas tierras del Oriente Medio.
Basta con observar los actores que se encuentran en
disputa en la zona para percibir la manera en que, desde hace por lo menos una
década, empujan el reacomodo de las orbitas geopolíticas de los grandes
imperios en la zona. Por un lado, la presencia de Estados Unidos es
indiscutible en el Cuerno de África desde la crisis de Suez. Con presencia de
capitales privados y bases militares permanentes, la Caída del Halcón Negro y
el hecho de que nueve (de nueve) presidentes somalíes hayan estado directamente
vinculados con los servicios de inteligencia estadounidenses, hayan sido ciudadanos
o empresarios de la misma nacionalidad no son más que el corolario de una larga
historia de dominio colonial mantenida desde el Congreso de Berlín, en 1885.
Por supuesto no es, por ello, azaroso el que la
intervención militar directa de Estados Unidos se haya dado dos años después de
haber encontrado grandes yacimientos de hidrocarburos. Como no lo es, tampoco,
el que las dos presidencias de Barack Obama se hayan caracterizado por el incremento
permanente de presencia militar en el país, por la intensificación de los
ataques en contra de civiles por vehículos no tripulados y por la profusión de ayuda humanitaria materializada en
armamento y entrenamiento militar.
Pero Estados Unidos no es el único Estado interesado
en mantener su hegemonía en la zona. A la intensificación de las operaciones
especiales estadounidenses en la zona han seguido, por un lado, el posicionamiento
de bases militares chinas en la vecina República de Yibuti —bastión militar
estadounidense por antonomasia. Por supuesto la diplomacia China disfrazó el
acto de la misma manera en que lo suelen hacer Francia, Estados Unidos,
Alemania y el Reino Unido: apeló a un nombre políticamente más correcto y
afirmó que la Base Logística solo serviría para propósitos humanitarios ligados
al actuar de los cascos azules. Está demás señalar que el-Mandeb implica una
importancia geoestratégica tan importante para china como la que representa Malaca.
Por el otro, y previsiblemente como respuesta a la
expansión china en la zona, siguieron, también, tanto el reforzamiento japonés de
la que también es su primera base militar de ultramar como la construcción de
una base en la zona por parte de los saudíes. Y si bien la presencia militar
japonesa es respuesta directa a la china, mientras que la saudí lo es a la influencia
iraní post-acuerdo nuclear, ambas acciones se concatenan con la sangrienta intervención
armada de Saudi Arabia en el vecino Yemen.
Somalia, Yemen y Yibuti son territorios indispensables para mantener cualquier orbita geopolítica imperial en la zona. Y la cuestión de fondo es que lo fallido que Occidente observa en ese Estado no cesará de regir en tanto la confrontación de los intereses comerciales que envuelven a la ruta comercial de el-Mandeb tampoco cese. Utilizar el argumento de combatir a la piratería local como pretexto para intervenir la zona en forma militar —cuando la piratería en el Cuerno de África es a Somalia, en tiempos de Trump, lo que Al-Qaeda fue a Afganistán en tiempos de Nixon— no hará más que escalar los dispositivos mediante los cuales se sigue empobreciendo a las poblaciones locales y fortalecer a los Señores de la Guerra que aplican dichos dispositivos.